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lunes, 31 de enero de 2011

El derecho al espacio urbano no es derecho de admisión (por Matías Ruiz Díaz)

Algunos apuntes sobre la relación del Estado con los jóvenes en el espacio público

El año 2010 terminó con una polémica que algunos medios de Reconquista reprodujeron:
“Inspectores municipales acompañados por personal policial recorren la plaza 25 de Mayo y piden a los jóvenes que se retiren, aún si están tranquilamente conversando. De acuerdo a los testimonios de los enojados, eso ocurre a partir de las 2 de la madrugada”, decía el 29 de diciembre un portal de noticias local (www.reconquistahoy.com). Peor aun lo pasan muchos jóvenes de los barrios periféricos cuando intentan incursionar en el centro de la ciudad, o simplemente circular por la misma.

Ambos problemas forman parte de la disputa por los espacios urbanos, una forma particular de la problemática del espacio público sobre la que mucho se está escribiendo y discutiendo en los ámbitos académicos de un tiempo a esta parte; pero en el segundo caso se añaden otras cuestiones: los abusos policiales, devenidos en práctica habitual, y un marcado sesgo de clase en la estigmatización de los sectores socioeconómicamente más vulnerables.

De cualquier forma, lo que se vulnera y se limita es, entre otros, el derecho al espacio urbano, definido por Oscar Oszlak[1] como “un derecho al goce de las oportunidades sociales y económicas asociadas a la localización de la vivienda o actividad”: circular, comerciar, disfrutar del ocio, sobrevivir en la ciudad donde uno vive, sea o no propietario.

El Estado se reserva el derecho de admisión…

En el caso de los chicos expulsados de la Plaza, no se trata de una cuestión de clase, puesto que los jóvenes que contaron haber sido “invitados” a retirarse pertenecen a distintos estratos sociales, incluso medios y altos. Más bien se trata de una disputa por los usos “legítimos” del espacio público, donde existe una marcada diferencia de criterios: para algunos sectores más conservadores de la sociedad (o directamente, más reaccionarios), la concentración de pibes en algunos espacios públicos es tomada como invasiva, colonizadora de territorios antes “familiares” o destinados a la circulación. Quizá el exponente más paradigmático de este pensamiento es el comunicador Carlos Cenoz: el ex Personal Civil de Inteligencia periódicamente se queja en su programa radial de no haber podido circular cómodamente en su auto por las calles adyacentes a la plaza central algún fin de semana, a causa de la proliferación de pibes sentados en el cordón de la vereda, con los pies sobre la calzada, tomando cerveza o quién sabe qué cosa.

A ello se suma la cuestión de los decibeles de la música y las charlas: el criterio es “primero, invitarlos a colocarse en lugares donde hay pocos vecinos (…) donde el punto de encuentro no entre en conflicto con la comunidad", es lo que explicó al respecto el secretario de Gobierno del municipio, Juan José Ingaramo[2], añadiendo que el municipio busca “el buen uso de los espacios públicos que no vaya en detrimento de los vecinos que pretenden descansar”. En realidad, existiendo normas escritas, el Estado no debiera invitar a nadie a retirarse de la Plaza, sino medir decibeles y, si no se adecuan a la legislación, proceder en consecuencia. Si no, sucede lo mismo que cuando el Código Penal de Santa Fe penaba el travestismo o la prostitución escandalosa: no se castiga una falta sino que se estigmatiza una conducta. No se pena los altos decibeles, sino que se estigmatiza la reunión de jóvenes ociosos alrededor de una botella de cerveza –en general, jóvenes sentados en una esquina o en una plaza tomando cerveza es tomado como sinónimo de “ociosos” o “vagos”, aun cuando se trate de estudiantes, trabajadores, o gente que simplemente disfruta de sus vacaciones–.

Se trata, en fin, de un conflicto entre usos considerados legítimos o no por diferentes actores sociales, separados más bien por cuestiones generacionales, y no de la consideración de “peligrosos” de los jóvenes que ocupan esos espacios. La cosa pasa por la moral y el “buen uso”, como en el caso de la censura impartida por el Profesorado en Bellas Artes a una obra realizada por sus propias alumnas, ante la queja de una vecina ofendida en su sensibilidad[3].
¿Pibe circulando o sospechoso rondando?

De mayor gravedad, aunque enmarcada en el mismo problema –el del derecho al espacio urbano–, es la situación de los pibes de los barrios periféricos, quienes son hostigados por la policía por el solo hecho de osar hacer uso de ese derecho (vale decir, circular por espacios de la ciudad que le están implícitamente vedados, los más cercanos al centro). Pero aquí la cuestión se complica, ya que intervienen otros temas: los abusos policiales, devenidos en práctica habitual, y un marcado sesgo de clase en contra de estos jóvenes.

Hace poco más de un mes, en marco del II Encuentro por los Derechos Humanos, un joven militante le decía a una legisladora provincial que para muchos pibes de los barrios el “estado de derecho” es una ficción, ya que no pueden salir a la calle sin ser blanco de los uniformados, con peligro real para su bienestar físico y hasta su vida. La diputada, Alicia Gutiérrez, le contestaba que es el estado de derecho el que permite que esas denuncias se hagan públicas y que existan organizaciones como la Coordinadora contra los Abusos Policiales (de reciente conformación en Reconquista). Sin tomar partido por alguna de las posturas, ampliamente fundamentadas ambas, no puede negarse que para los jóvenes de los sectores vulnerables de la sociedad reconquistense se hace realmente difícil circular por la ciudad, ya que su solo aspecto (vestimenta, color de piel) y procedencia los hacen objeto de continuas requisas en la vía pública, las que generalmente incluyen malos tratos, patoteos y una casi segura derivación a la comisaría más cercana.

En este caso ya no se trata sólo de una diferencia en las consideraciones sobre el uso del espacio público, sino una condena de clase, relacionada con el discurso de la inseguridad, donde el joven-pobre-morocho y vestido de determinada manera es considerado potencialmente peligroso. Un pibe con esas características no puede mirar vidrieras, porque será considerado sospechoso[4]; tampoco podrá circular tranquilamente en bicicleta, ya que se arriesga a ser parado una infinidad de veces para que pruebe que la bici fue adquirida en buena ley[5].

Lo más grave es que la práctica goza de cierto consenso social, ya que existe en los medios un discurso bastante monolítico que relaciona a estos jóvenes con la “inseguridad”. Incluso paradójicamente, invocando una ciudadanía responsable y activa y a una forma de periodismo llamado engañosamente “ciudadano”, muchos de esos medios convocan a la población a dar aviso a la comisaría más cercana o directamente a la emisora más escuchada en caso de ver algún “sospechoso” rondando el vecindario. Adivine cuál sería la definición de “sospechoso”…

El mismo discurso relaciona directamente, como si de matemática se tratara, mayor “seguridad” con mayor presencia policial en las calles. Al respecto, los expertos son más bien recelosos de esta ecuación: Ricardo Ragendorfer, periodista e historiador de La Bonaerense[6], estima que el “gatillo fácil” –el hostigamiento de jóvenes marginales por el solo hecho de serlo, llegando muchas veces al asesinato sumario: 2.500 pibes muertos desde la vuelta de la democracia, con algunos casos recordados en Reconquista– es el único delito “sin fines de lucro” en el que suelen incurrir los uniformados, ya que su ganancia y la del poder político de turno es el disciplinamiento de una parte de la sociedad, peligrosa no desde su potencial delictivo, sino organizativo. Dice Ragendorfer que:
“Este afán de marcar ‘la ley’, de señalar ‘quién manda’, de ‘mear el terreno’, funciona como amenaza general y es de fácil ejecución: gira en torno a la criminalización de no criminales. El blanco suele ser preciso: adolescentes que, por ejemplo, comparten una cerveza en cualquier esquina del Gran Buenos Aires, que gustan de la cumbia o el rock, que van a recitales y que puede que estén fumándose un porro. Pero no son delincuentes, sino en general muchachos de clase media baja, tal vez desertores del colegio secundario y con dificultades para conseguir empleo; o pacíficos pibes de los barrios más pobres, o de las villas miserias”

Pese a la brevedad de este texto, no puede eludirse el hecho de que las fuerzas policiales en Argentina –y en gran parte del mundo– han diversificado sus actividades ilícitas hasta ser parte integrante de la mayoría de las redes de delitos graves: tráfico de drogas, robo de vehículos y desarmaderos, piratería del asfalto, trata de personas[7], hasta el reclutamiento de menores para cometer robos[8], etc. Hay dos puntos de inflexión en estas prácticas, afirma Ragendorfer: la última dictadura militar –cuando la Policía y otras fuerzas represivas del Estado incurrieron en delitos de gravedad a gran escala– y la década del 90 –cuando adquirieron un sesgo “empresarial”–. Desde entonces, tienen la capacidad de extorsionar a dos puntas: tanto al “hampa” como al poder político[9] y la sociedad. Y los pibes de los barrios no son la excepción, sólo que son víctimas del delito que a la policía menos le interesa esconder, ya que disfrazados de enfrentamientos y de criminales abatidos en robos muchas veces fraguados, engrosan las estadísticas y ayudan a generar tanto la sensación de “inseguridad” como la idea de que la policía la está combatiendo.

Más democracia, menos “inseguridad”

Si bien se trata de problemas de una complejidad mayúscula, sería un avance zanjar las diferencias sobre el uso del espacio urbano de maneras más democráticas, respetuosas de las particularidades de cada grupo etario y cultural –a fin de cuentas, generalmente los horarios en que “la familia” gusta utilizar la plaza, y los sectores de la misma que elige, ni siquiera coinciden con las preferencias de los más jóvenes–.

Por otra parte, ayudaría poner en crisis el concepto de “seguridad”, sacándolo del campo de lo estrictamente policial para llevarlo a otros aspectos de la vida social y ciudadana. ¿Cómo? Planteando que “inseguridad” no es salir a la calle y estar a merced de delincuentes desalmados que lo matarán para robarle las zapatillas –los casos en que eso sucede son estadísticamente insignificantes–, sino que “inseguridad” es, por ejemplo, estar desocupado, o tener trabajo en negro, no tener cobertura social, educación ni salud pública, arriesgarse a ser parado infinidad de veces por la policía y terminar en una comisaría al salir a la calle, etc.

Finalmente, en defensa de los pibes que generan tanto miedo a los oyentes de las radios reconquistenses[10], cabe revisar un dato de la realidad: la mayoría de los homicidios cometidos en la Argentina no se dan en situación de robo o atentado contra la propiedad, sino que el 66 por ciento son crímenes de género, cometidos por esposos, novios o amantes enojados (que “matan por amor”, según Cordera); le siguen los crímenes cometidos en riña: personas que se conocen hasta que se desconocen, y lo arreglan a tiros o puñaladas. O sea: es la sociedad la que está cada vez más propensa a la violencia, mientras las cárceles están llenas de jóvenes pobres con causas armadas muchas veces con base en “testimonios dudosos o pruebas endebles”, según el informe anual 2009 del Ministerio de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires[11]. Como diría el grafitti: “qué chiste las cárceles, sin los ricos nunca entran y los pobres nunca salen”.

Y es en el espacio urbano que nos circunda, ante nuestros ojos, donde esas cuestiones empiezan a dirimirse. ¿Cuál será el modelo de “ciudadanía activa” que elegiremos para tomar partido en el asunto.

NOTAS
[1] Oszlak, Oscar (1991): Merecer la ciudad. Los pobres y el derecho al espacio urbano. CEDES-HVMANITAS, p.24. El título del libro proviene de una tristemente célebre frase del Dr. Del Cioppo, titular de la Comisión Municipal de la Vivienda y luego intendente de Buenos Aires durante la última dictadura militar. Para este funcionario, vivir en la capital no es un derecho sino un privilegio: “…vivir en Buenos Aires no es para cualquiera sino para el que lo merezca”.
[2] El accionar de Ingaramo es más bien ambiguo respecto del uso del espacio público por parte de los jóvenes: la puesta en valor de la Plaza como espacio de reunión de los pibes en las fiestas de fin de año, incluso con el aporte de la música por parte del Estado, escapando así a los valores de mercado para la diversión en estas fechas, así lo atestigua.
[3] O bien otros conocidos casos que ya son parte del anecdotario reconquistense: aquel jefe de policía de la UR IX, de prolijo bigote y abultada formación intelectual, que después de cada fin de semana llenaba partes policiales con menores en situación de “descontrol” levantados en la vía pública y entregados a sus padres. La situación “de descontrol” no consistía en patear tachos o romper vidrieras, sino simplemente en caminar por la calle en horas de la noche sin el cuidado (o el “control”) de un adulto. O aquel otro jefe de la IX, que llegó a altos cargos en la provincia bajándose del patrullero en el Triángulo para perseguir (literalmente, y no con el código penal en la mano) a las travestis que allí ejercían la prostitución.
[4] Como puede atestiguar un amigo, trabajador cuentapropista, estudiante de Letras y ex presidente del Centro de Estudiantes del ISP Nº 4, a quien le fue requerido el DNI cuando, a las 9 de la mañana de apacible día sábado, miraba vidrieras en el centro: una actitud sospechosa, tratándose de un vecino de barrio La Loma.
[5] Circunstancia en la que más de una vez encontré a alumnos de la escuela media, y a jóvenes desconocidos.
[6] Ragendorfer, Ricardo: “La mafia argentina viste de azul”, en Le Monde Diplomatique (Edición Cono Sur), Nº 139, enero de 2011, pp. 6-7.
[7] Un botón de muestra: en José C. Paz, “la policía devolvió a su cautiverio a jóvenes que habían acudido a la comisaria en busca de ayuda” en un caso de trata, según cuenta la periodista Fernanda Balati en la última edición de Le Monde: “El negocio de la esclavitud”, p. 9.
[8] El caso de Luciano Arruga, desaparecido desde 2009, cuando se negó a robar para los uniformados, es paradigmático, lo mismo que el asesinato de tres mujeres por parte de “menores reclutados por la policía a cambio de una prestación dineraria”, según lo denunció el mismo ministro de Seguridad bonaerense Carlos Stornelli, antes de presentar su renuncia.
[9] Poder político que en la mayoría de los casos convive más o menos cómodamente con esta situación, ya que una policía mafiosa es un instrumento útil para el disciplinamiento social tanto como para la consecución de fondos espurios para el financiamiento de la política.
[10] “¡Señor Odasso!: en la plaza frente a la Terminal se juntan los pibes de diez años a drogarse, a plena luz del día. A mí ya me da miedo pasar. Que venga el Comisario Mendoza a ver”: es un llamado recurrente en las radios de la ciudad. El vocativo puede estar dirigido al licenciado como a casi cualquier otro conductor radial; fue elegido a modo de ejemplo nomás porque es el último que escuché (ayer miércoles 26 de enero).
[11] Citado también por Ragendorfer.

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